Primera sangre
Uno de los mayores escollos para alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres está en el miedo. Muy a trazo grueso, diríamos que unos lo infunden y otras lo sufren, aunque ni todos los hombres lo hagan ni todas las mujeres lo perciban. Pero está claro que la gran mayoría de ellas pasan su vida con un compañero de viaje indeseable, uno que tienen que acomodar a su día a día. El miedo –solo hay que ver los recientes casos célebres de abusadores y acosadores en los entornos artísticos– está cambiando de bando, y está bien que así sea. Aquí Velasco depura y afina la lírica escénica y visual Dicho esto, María Velasco nos lleva de vuelta a su infancia, a esos años noventa del pasado siglo donde, con la llegada de las televisiones privadas, llegó el sensacionalismo para multiplicar por mil una impresión real de indefensión con la que había que aprender a vivir. Son los años de las niñas de Alcàsser o los años de Laura, una niña de nueve años que apareció muerta en Burgos, donde pasó su infancia la autora y directora de este montaje, que tenía entonces esa misma edad. Aquel caso no encontró resolución. Nunca descubrieron al asesino. El relato nos llega, como es habitual en María Velasco, fragmentado en varias voces y colmado de poesía entreverada de una descripción caústica de la realidad. Más que en otros montajes anteriores, aquí Velasco depura y afina la lírica escénica y visual, mientras que la palabra está más desnuda de florituras y se muestra afilada, depurada y amenazante