Orígenes

Hace un par de años, un joven director llamado Mike Cahill debutaba en la ficción –o, mejor dicho, ciencia-ficción– con una película pequeña, imaginativa, melancólica. Aquí se tituló 'Otra tierra' y jugaba con la posibilidad de un planeta gemelo del nuestro, el descubrimiento del cual coincidía con otros azares. Sin embargo, los que ya entonces pensaron que aquella humildad aparente escondía un talento innato para la desmesura, por los grandes temas, tal vez verán confirmada la opinión con 'Orígenes', el último largo de Cahill. En efecto, esta cinta ratifica que el hombre en cuestión quiere hacer cine de ideas, elaborar discursos, transmitir una manera de pensar. Y lo peor de todo es que esta ideología se basa en un cierto misticismo posmoderno pasado por el filtro de una poética estrepitosamente new age que hace daño a la vista.

Nadie discutirá que la primera parte es poderosa, cuenta una historia de amor entre un biólogo y una chica misteriosa con un punch muy particular, hasta el punto que nos hace pensar que todo es definible como una mezcla entre las fantasías románticas de Sydney Pollack y las fábulas de M. Night Shyamalan. Pero la segunda mitad quiere dar entidad teórica a todo esto e incluso tomar partido con una serie de preguntas. ¿Quién tendrá la razón? ¿El chico, que cree ciegamente en la ciencia? ¿O la chica, que preferiría que muchas cosas no tuvieran explicación? Cahill se obsesiona en resolver el enigma y entonces todo se hace demasiado grandilocuente: las imágenes, las palabras, las estructuras. Y el sentido del detalle y de la puesta en escena del principio se convierte de un gusto por el mensaje desmesurado y grosero que a punto está de hundir todo el conjunto. Suerte que no lo acaba de conseguir.