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Luc Besson es un director que no puede permanecer estático: su cámara es claustrofóbica y escurridiza como reptil. Desde que irrumpió a la fama con La Femme Nikita comenzó a labrar un estilo plagado de vértigo, humor y elementos kitsch (El Quinto Elemento es, por mucho, un gusto culposo que se debe presumir con la barbilla levantada). Por eso, no sorprende que su última cinta, The Lady, se quede como una obra a medias, perdida entre una historia de amor derruida por la distancia, pero también como un himno de libertad que nunca alcanza a madurar.
La biografía de la Premio Nobel Aung San Suu Kyi tenía un potencial devastador: Kyi es la hija del expresidente de Myanmar, quien tuvo que vivir en el exilio después del asesinato de éste. Cerca de tres décadas después, regresa al país asiático y lidera una revolución civil y pacífica contra un gobierno cruel y totalitario. El entonces dictador decide someterla a un arresto domiciliario por más de veinte años, con el fin de socavar su movimiento.
La premisa es lacrimógena y está matizada de cargas políticas y emocionales; Besson lo entiende y basa el primer tercio de la cinta alrededor de la personalidad de Suu Kyi (una Michelle Yeoh extraordinaria y elegante). Sin embargo, cuando el guión se enfrenta a desmenuzar la psique de una persona encerrada dentro de su propia casa, no sabe cómo afrontar los demonios de la soledad y, mucho menos, cómo la ausencia de su familia es la única fortaleza que la mantiene viva.
La relación matrimonial entre los personajes de Yeoh y David Thewlis (en su mejor rol desde Naked, de Mike Leigh) es el verdadero corazón de la cinta. El amor de esta pareja y su lucha personal en diferentes latitudes —la de Suu Kyi evidente; la de su esposo mucho más sutil y enérgica, pues debe ser padre de dos adolescentes, pelear por la nominación de su mujer al Premio Nobel y, además, fingir que se encuentra saludable cuando le diagnostican cáncer—, representan el mensaje oculto de The Lady: los lazos afectivos como verdadero motor de la libertad. Suena cursi, es cierto, pero al final todas las películas biográficas de héroes nacionales están preprogramadas para el final feliz (desde La vida de Émile Zola hasta Braveheart). En eso, Besson cumple su objetivo. En cuanto a presentar una obra realista y arriesgada, no.