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La aclamada versión de Ben-Hur que, dirigida por William Wyner, inmortalizó a Charlton Heston aún conserva el récord de la película con mayor cantidad de Premios Oscar ganados –11 estatuillas–. A más de 50 años de su estreno, la calidad de sus casi cuatro horas de duración tiene la capacidad de ensombrecer las nuevas versiones de la novela de Lew Wallace, incluyendo la que este año dirige Timur Bekmambetov (Abraham Lincoln: Cazador de vampiros, 2012).
La nueva Ben-Hur intenta encajar con el público actual reduciendo la duración de la cinta, apoyándose de nuevos efectos visuales y tomas que la tecnología de mediados del siglo XX no permitían; pero parece que Bekmambetov eligió los tópicos incorrectos o los aplicó de la forma errónea para cumplir con su objetivo.
En realidad no es que se necesite una cinta breve para que la audiencia actual decida hacerse un tiempo en la agenda y permanecer cuatro horas en el cine. Ya lo han demostrado cineastas como Martin Scorsese, con su George Harrison: Living in the Material World (2011), o Lav Diaz, con Norte, el fin de la historia (2013). La clave está en saber construir un relato y con personajes que tengan motivaciones claras, algo que Bekmambetov perdió del blanco.
Las escenas de acción son más ágiles y hay cámara colocadas en lugares inesperados para mostrar desde otra perspectiva los giros y ataques de la competencia final, y se agradece. Se siente la inversión estimada de más de 100 millones de dólares, pero es cierto que este “fuerte” es también su punto débil, pues evidencia otras dolencias del filme, como la actuación de Jack Huston en el papel principal, se necesitan más que espadas y sandalias romanas para encarnar el carácter de Judah Ben-Hur.
Bekmambetov cae de esta carreta por esas malas decisiones pero sobre todo por no rescatar las motivaciones que rodean a los personajes originales, como ejemplo está la fe, que apenas se sugiere.