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Hace casi 40 años, 'Las colinas tienen ojos' representaba con todo detalle aquel "retorno de los reprimidos" que, según el crítico canadiense Robin Wood, hacía del cine de terror de los 70 un género de denuncia sociopolítica. La historia sangrienta de una familia perdida en el desierto y torturada por un clan de caníbales parecía provocar la emergencia, como lo había hecho poco antes 'La matanza de Texas', de los monstruos de la guerra de Vietnam. Lo que hace 'Bone Tomahawk' es dar profundidad de campo al clásico de Wes Craven: todo lo que parecía idiosincrásico toma un nuevo significado cuando se viste con las galas de un western; es decir, cuando proyecta la violencia en el seno de una comunidad –sea la de un pueblo que aspira a ser civilizado, sea la de una familia de antropófagos– en los orígenes del mito americano.
La ópera prima de S. Craig Zahler tarda mucho en convertirse en 'Holocausto caníbal'. Lo que más sorprende es que caliente motores haciendo de la lentitud y la digresión sus figuras retóricas favoritas. No estamos tan lejos de 'Los odiosos ocho', aunque Zahler respeta mucho más las convenciones formales del western que Tarantino. Después de todo, esta es la crónica de un viaje a través de los espacios abiertos del infierno, y sus excentricidades siempre sirven para reforzar el mestizaje de géneros que Zahler deja patente desde el mismo prólogo. Hay una intención terroríficamente realista en cómo los personajes hablan y sufren porque el tercer acto de la película valga la pena. No se trata de poner de relieve su xenofobia porque la película no les enfrenta con el Otro sino con el Innombrable. Es decir, con una versión atávica de ellos mismos.