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En sólo 75 minutos, los hermanos Taviani han resumido uno de los significados más románticos y transcendentes del arte: el poder de engrandecer y volver eterno al ser humano.
En su última película, César debe morir, un grupo de reos de una prisión de máxima seguridad en Roma realizan la puesta en escena de la obra Julio César, de Shakespeare, mientras la cámara los acompaña durante ensayos en celdas, pasillos y en el patio. Los Taviani retratan con una hermosa y contrastante fotografía en blanco y negro cómo la ficción colisiona con la realidad, cuando uno de estos presos encuentra similitud entre las acciones de sus personaje y las anécdotas criminales de su pasado, o bien, en la mejor secuencia de la película, cuando vemos las audiciones para la obra y conocemos la condena (la mayoría por tráfico de drogas o crimen organizado) por la cual están recluidos.
Los Taviani son sutiles y pacientes: no tratan de crear empatía ni tampoco dejan en claro cuándo los presidiarios dejan a un lado su papel y tienen que lidiar con su vida entre cuatro paredes. Este formato no pretende ser una forma alternativa de documental; en cambio, sí representa una metaficción, es decir, una obra dentro de otra, donde los prisioneros interpretan a prisioneros que deben aprender a actuar. En el proceso, se expone una analogía entre este trabajo de Shakespeare y su realidad donde la violencia, la esclavitud y la desesperanza son moneda de cambio y único lenguaje.
Lo que convierte a César debe morir en una obra atemporal e inolvidable, y principal razón por la cual ganó el Oso de Berlín en 2012, es por el retrato del cine como una válvula de escape, como un síntoma de libertad en la que cada hombre busca hallar la bondad y las virtudes que están ocultas en su interior, como bien lo resume uno de los actores encarcelados: “desde que conocí el arte, esta celda por fin se ha convertido en una prisión”.