Edén

“Los americanos tienen una vida muy vacía”, dice Paul, un chico parisino que aspira a ser dj y que, con sus excesos de drogas y música, ha construido un entorno digno de un paraíso; un edén que le hace creer que “la vida es más interesante aquí (París) que en Nueva York”.

La más reciente cinta de Mia Hansen-Løve (Le père de mes enfants, 2009) nos traslada a inicios de los noventa, para presentarnos a Paul (Félix de Givry) y a su amigo Stan (Hugo Conzelmann) en su adolescencia, cuando empiezan a ir a raves y su deseo de ser djs es alimentado por el auge de la música electrónica en Francia. De ahí que se escuche en varias ocasiones a Daft Punk e, incluso, se les vea en un cameo.

Entre los ritmos del garage, la cineasta muestra diversos episodios de la cotidianidad de Paul, y lo vemos envejecer a lo largo de dos décadas, algo así como el protagonista de Boyhood (Richard Linklater, 2014), pero sin la cualidad de haberse filmado en 12 años. En este filme, el paso del tiempo no tiene como finalidad ver los cambios físicos, sino recalcar la poca evolución de su personalidad y contenerla así hasta que llega el punto de quiebre, hacia las últimas secuencias.

De esta manera, el mundo electrónico que envuelve a Paul sólo es una capa superflua que recubre lo cotidiano; ahí radica la universalidad del filme: dependencias, relaciones fallidas, obsesión por cumplir los sueños, las diferencias entre la familia carnal y la que se forja con la amistad, y la muerte.

A lo largo de 131 minutos, Edén logra un rave audiovisual por su musicalización -vete prevenido si no te gusta la electrónica-; fotográfico, con repentinos movimientos de cámara, y narrativo, por sus inesperados saltos en el tiempo.