El acto de matar

Crímenes de lesa humanidad, ya sea cometidos en guerras o en el interior de los particulares contextos de las naciones, han sido desde siempre retratados y denunciados por el documental hasta volverse algo natural, varias veces de manera maniquea, otras ocasiones con un fuerte compromiso hacia el tema. Sin embargo, nunca antes en la historia del cine se había filmado algo como El acto de matar, por lo que automáticamente el segundo largometraje de Joshua Oppenheimer ha entrado en los anales del género, transformando la experiencia que ofrece durante sus casi tres horas en algo irrepetible.

La filmación de una delirante épica anticomunista (donde caben musicales extraídos del imaginario bollywoodense, recreaciones del cine noir, y pasajes oníricos que sonrojarían hasta a David Lynch), sirve para presentar al indonesio Anwar Congo, genocida a mediados de la década de los sesenta cuando un golpe paramilitar derrocó al gobierno, héroe nacional en la actualidad, el hombre que bien podría tener uno de vecino, y el personaje del año perteneciente a una película. El acto de matar resulta un macabro ensayo acerca de la maldad inherente al ser humano, pero no para condenarla, sino para tratar de entender sus mecanismos y confrontar al espectador. No por nada, uno de los colegas de Congo, afirma tajantemente –mientras recorre tiendas en un centro comercial con su familia– que no siente remordimiento alguno por las miles de personas que asesinó de las maneras más brutales posibles. Anwar, conforme va avanzando la realización de la cinta dentro del filme, admite que una febril pesadilla lo ha perseguido, los fantasmas de todas sus víctimas lo acosan, él ya no es el mismo.

Pero, ¿es Anwar Congo el que se está confesando, o un nuevo personaje que está interpretando el que cínicamente habla? Esa ambigüedad permanente hace aún más desafiante el visionado del filme.