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El mayordomo de la Casa Blanca es la amalgama de una serie películas que tienen un fundamento socialmente relevante: la reivindicación de la cultura afroamericana. La cinta de Lee Daniels es una herencia directa de algunas obras de reciente manufactura como The Help, Driving Miss Daisy y The Color Purple; pero también de varias generaciones que han luchado por justicia en distintos estratos raciales.
A pesar de este trasfondo, Daniels pierde la brújula y entrega una obra manipuladora de la historia de Estados Unidos, narrada a través de los ojos una familia. O mejor dicho, contada desde el punto de vista un aparente héroe, un Forrest Gump afroamericano que deambula entre la inocencia y la desesperación por los episodios más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX.
Este hombre, que involuntariamente es testigo y partícipe de cambios políticos de su país, está basado en un reportaje del Washington Post sobre Eugene Allen, un mayordomo que trabajó en la Casa Blanca durante 34 años. En la versión fílmica, Allen es interpretado bajo el nombre de Cecil Gaines, por Forest Whitaker, quien con logra transmitir esta sensación de hastío y humildad que se vuelven un estandarte para poder subsistir en la época de la segregación. A la par que conocemos la vida de este mayordomo, Daniels también narra la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos gracias a que, oportuna y casualmente, el hijo mayor de Gaines se involucra en movimientos civiles en pro de la libertad e igualdad racial, que lo llevan de ser miembro activo de los Black Panthers a una de las manos derechas de Marthin Luther King Jr.
Esta faceta del guion es la más interesante del filme: los paralelismos entre Cecil y su hijo –uno luchando desde la servidumbre del Salón Oval, otro desde las trincheras propagadas de racismo y brutalidad policiaca– son una analogía de la evolución social de un país que tardó años en entender y cerrar sus propias heridas. El libreto también cuenta con fallas, sobre todo la elipsis que no explica cómo fue que Gaines logró subir peldaños dentro de un moderno sistema de castas; y vaya, no es que una película tenga que explicar detalladamente cada suceso relevante en la vida de los protagonistas, pero debe de dejar en claro las motivaciones que definen su psique y los puntos argumentales de una historia. En El mayordomo de la Casa Blanca no ocurre esta madurez emocional y ese es justo el mayor error de la película: Daniels condensa medio siglo de anécdotas en unos cuantos minutos, obligando a que el ritmo del filme se note acelerado, y prefiere cambiar el desarrollo de los personajes por viñetas moralinas y nostálgicas.