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En Elefante blanco hay dos películas que no saben convivir con armonía: la primera es el drama social concienciado que parece improvisado con las escenas de protesta de los trabajadores de la industria de la construcción. La segunda tiene el espíritu del cine negro clásico estilo Ángeles con caras sucias (1936), que enfrenta a dos buenos samaritanos que quieren reconstruir Ciudad Oculta, un barrio en el centro de Buenos Aires, con las mafias locales y la incomprensión de las instituciones. Una historia modesta y otra muy ambiciosa que se pelean para ocupar el primer plano de una fábula bien intencionada sobre la fe en tiempos de crisis.
La historia de amor entre Jérémie Renier y Martina Gusman es desafortunada. Menos mal que el trabajo del inconfundible Ricardo Darín salva parcialmente la función.