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Hay muchas capas ocultas en esta gran boda tan previsible, tan americana, y en la que parece que hayamos sido invitados medio millón de veces. Sólo hay que fijarse en el nombre de uno de los personajes para darse cuenta de que no todo lo que pasa en esta boda tan típica es necesariamente tópico. Que uno de los personajes, una chica colombiana, se llame Núria es, cómo mínimo, curioso, ¿no? Es un pequeño indicio de que los invitados a la bonita casa junto a un lago donde se celebra la boda entre Alejandro, hijo adoptivo de Elli y Don, y la muy católica Missy, no son lo que parecen.
Cuando empieza la película, lo reconozco, os podéis temer lo peor. La voz en off de Diane Keaton nos explica, mientras se va paseando por el jardín, que es una mujer divorciada desde hace años, y que ha venido a la boda de su hijo Alejandro. Pero el encuentro con Don (Robert De Niro) y Bebe (Susan Sarandon), que fue su mejor amiga antes de robarle el marido, es todo menos convencional. No sólo por la situación, que ya es bastante grotesca. También tiene que ver el lenguaje, mucho. Será la primera de las muchas transgresiones de las convenciones de una familia americana, tanto en sus acciones como en sus diálogos, que encontraremos a lo largo del fin de semana en el que se celebra la boda y que, sin perder nunca la sonrisa, irán rompiendo todas las ideas preconcebidas que podríamos tener al empezar la película.
Pero si el juguete funciona más allá de la anécdota de la boda y los múltiples engaños, es porque tiene un grupo de actores que se divierten y nos divierten en sus estereotipados papeles. Las relaciones de libertad, tolerancia y amistad entre el trío adulto (sin olvidar la madre colombiana que interpreta Patricia Rae) le roban todo el protagonismo a la generación más joven, mucho más aferrada a unas tradiciones familiares que los mayores se toman con mucha más alegría. De Niro está creíble y contenido, dispuesto a caer en el ridículo sin miedo; Keaton le da una vuelta a su personaje alleniano, y Sarandon está espectacular. ¡Ah! Me dejaba a Robin Williams que, con un papel muy pequeño, pone unas gotas de irreverencia religiosa.