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La influencia de Carlos Reygadas se hace notar en el primer largometraje que Joshua Gil lleva a la pantalla. Actores no profesionales, la provincia como escenario, las imágenes capturadas en luz natural y la cámara fija que se ocupa en escenas largas –la primera secuencia dura poco más de siete minutos y en ella sólo vemos y escuchamos un incendio–, son algunos de los elementos que utiliza Gil para armar La maldad.
Gil, quien empezó su carrera en el departamento de fotografía de Japón (Reygadas, 2002) se apoya de ese preludio para instalarnos en Izúcar de Matamoros, en Puebla, y presentarnos a dos hombres de la tercera edad que toda su vida se han dedicado al campo y que, cada uno por separado, afronta una adversidad: Raymundo dice estar muy enfermo y desea alistar todo lo necesario para su deceso, mientras que Rafael quiere convertir en película musical un guión en el ha trabajado durante años.
La imagen es la materia prima de este relato. Si cada cuadro se desprendiera de la cinta y lo viéramos por separado como parte de una exposición fotográfica, cada foto nos contaría una historia, coincidiendo en el mensaje de la película: la falta de oportunidades y la desigualdad en México. Las pocas líneas de los protagonistas ayudan a la naturaleza crítica de La maldad: discuten por el asesinato de Luis Donaldo Colosio, se busca un precio más bajo para un ataúd y vemos multitudes que gritan a un presidente “asesino”. Pero los destellos de contexto no son suficientes para construir una historia sólida; lejos de contar con pocos diálogos, el guión parece inexistente.
La maldad puede atraparnos y convencernos de esperar al primer diálogo –que aparece poco después del minuto 20– y el desenlace –imaginario– de los personajes gracias a la calidad del trabajo fotográfico de César Salgado (La danza del hipocampo, 2014) y el diseño de sonido de Sergio Diaz (Luz silenciosa, 2007), ambos contribuyen al recrear una atmósfera honesta y estética de lo rural y la pobreza.