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Michelle Willams se perfi la como la mejor actriz de su generación. Ya han quedado atrás los días de estrella juvenil de Dawson’s Creek y, a partir de este año, su nombre siempre se va a relacionar cono el de una diva: Marilyn Monroe. Pasaron cerca de cincuenta años y más de diez películas para que alguien por fin pudiera encarnar el misticismo y, sobre todo, la inseguridad de una de las más grandes estrellas de todos los tiempos, con la sutileza y fortaleza necesaria.
Williams, con su rictus de belleza herida, presenta a una Monroe que se debate entre su ego y el miedo que le origina fracasar como actriz: el castillo de naipes en que se ha resguardado es sólo una charada. La confusión de Marilyn (en el ámbito personal y profesional) se vuelve la línea argumental que propulsa la obra de Simon Curtis. El director no se empeña en maquilar una cinta que afronte la realidad con la ficción: su trabajo es presentar a una mujer quien, a pesar de la fama, vive en la penumbra del fracaso personal. Con un aire de misticismo, Williams nos regala la mejor actuación de su carrera y, más que imitar a Marilyn, la dota de vida en este homenaje fílmico.