Michael, crónica de una obsesión

Su vida es normal: es un oficinista respetado que está muy cerca de lograr un ascenso. Sus amigos del trabajo lo invitan por cervezas y a esquiar en las montañas. Llega a su casa y lo recibe un niño de 10 años. Michael le prepara la cena y después lavan los trastes. Ven un poco de televisión y luego bajan al sótano, donde se encuentra el cuarto a prueba de ruidos de Ludwig. Michael cierra la puerta y se baja el pantalón.

Con estos contrastes de la vida secreta de la clase media, Michael presenta una historia sobre la pedofilia desde el punto de vista del depredador y no la víctima. El director y guionista, Markus Schleinzer, no se esfuerza por arrojarnos al morbo de un tema delicado: su fortaleza es que vayamos construyendo la historia a través de pequeños guiños –Michael lavando sus genitales, o una secuencia devastadora cuando sale a comprar una litera y le promete a Ludwig un amigo para que no esté solo-. Esta capacidad para condensar una historia y labrar atmósferas es herencia del talento de su maestro Michael Haneke (Schleinzer fue durante años su director de casting), quien demostró en Funny Games que la elipsis narrativa podía vencer al voyeurismo innato.

Michael no es una cinta de denuncia, ni un estudio psicológico de este desorden: es una obra que se enfoca en mostrar la maldad de una persona como anecdotario dentro de una sociedad que se deja llevar por las apariencias. Los secretos que se esconden tras puertas cerradas, ocultando monstruos que, tal vez, nos estrechan la mano y nos dicen “buenos días”.