Navajazo

El mundo está condenado y Ricardo Silva mira su agonía a través del cine. Sí, Navajazo es una cinta que incomoda, impacta y escandaliza, pero esas no son sus principales fortalezas.

Lo que Navajazo refleja va más allá de lo que la imagen de un par de junkies en plena decadencia causa en el público más conservador. Habla de la realidad, pero no de una realidad absoluta, sino de una construcción fragmentada a partir de la ficción.

Toma personajes (y situaciones) reales, para sumergirlos al mundo de lo imaginario y así presentar una narración que se aproxima al metarrelato. Es decir, al relato dentro del relato.

Bajo esta fórmula, Silva creó una forma distinta de hacer cine en la que ni siquiera él (que es el director) distingue con claridad la ficción de la no ficción.

Navajazo es un laberinto de experiencias. En él, encontramos a un sujeto que dedica su vida a componer y cantar canciones satánicas; a un productor de cine porno que –irónicamente– busca a una pareja capaz de proyectar amor ante las cámaras; a un drogadicto que intenta cambiar su estilo de vida para atender a su hija; y a una pareja adicta al crack.

Las historias son vistas a través de un lente voyerista e inquisidor que analiza el lado más frágil de los personajes, pero que también participa de la acción. En este filme no hay barreras entre los que actúan y los que observan: todos somos parte del Navajazo.

Además del impecable manejo de la fotografía, la principal virtud de este filme es que nos recuerda que el hombre no es un ser tan elevado como se cree. Silva nos sumerge a las zonas marginales de Tijuana para inmiscuirnos en un mundo que pocos se atreven a mirar. Ellos, a quienes vemos, son el lumpen y nosotros sólo observamos, pero en realidad no estamos tan alejados de su realidad: todos caminamos hacia el fin del mundo.