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Según Rodrigo Gudiño, fundador de la influyente revista Rue Morgue, cualquier director que pretende hacer un remake a obras como Psycho o The Texas Chainsaw Massacre está perdiendo el tiempo. Su status de clásicas las vuelve imposibles de abordar. A las películas que sí hay que reversionar son aquellas que presumen ser imperfectas, mismas que le permiten al autor imponer una visión mucho más madura de los temas que se tratan.
Esto es lo que intentó hacer Jim Mickle con su interpretación de Somos lo que hay. Más allá del traslado natural de la historia (de la percudida Ciudad de México a algún inidentificable pueblo sureño asolado tanto por una lluvia torrencial como por una serie creciente de mujeres desaparecidas) y cambios que no afectan el núcleo del guión (el más notorio, el sexo de los personajes), el realizador estadounidense imaginó un origen aún más sombrío a la condición que caracteriza a la familia protagonista: la antropofagia.
Como si fuera una fantasía del escritor Jack Ketchum, Frank, un intimidante patriarca, sus hijas adolescentes Rose e Iris y su hijo de diez años Rory, viven prácticamente alejados de la civilización y están preparándose para celebrar, como cada año, una centenaria fiesta pagana que involucra carne humana. Aquí es donde se da el lado más atractivo de la película: la descripción de los cuatro personajes y su entorno se narran de una manera sobria, por lo que si se espera violencia gráfica se está ante la película equivocada.
La inclusión del médico forense del pueblo, que comienza una investigación al haber encontrado en el bosque los rastros de un probable asesinato, transforma al filme en un thriller rutinario. Eso sí, a diferencia del trabajo de Jorge Michel Grau, esta nueva Somos lo que hay asume a conciencia lo que es: una película de suspenso completamente exagerada.