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Todas las novelas de Nick Hornby destilan aquella mitomanía pop del personaje de John Cusack en 'Alta fidelidad', que vivía enterrado en su tienda de vinilos, buscando la banda sonora perfecta para su vida. En 'Juliet, desnuda' fue un poco más allá: es un relato sobre la desidealización del ídolo, sobre el dios convertido en mortal. Cuenta la misteriosa historia de un cantante rock desaparecido del mapa, de quien se dice que hace años salió como alma que lleva el diablo de los lavabos de una sala de conciertos justo antes de subir al escenario, sin dejar rastro. Un club de fans de todo el mundo, nostálgicos y un poco enfermos, se reúne virtualmente para buscar pistas sobre el paradero de la estrella en cada una de las canciones que grabó. El problema de la película de Jesse Peretz es que no hay pasión ni ironía. Es una adaptación tan fiel al texto que apenas respira sentimiento, ni en el culto al mito ni en la trama amorosa, a la que llega casi de casualidad. Aún así, consigue mantener encendido el recuerdo del libro, de donde extrae ese aliento irresistible que la salva del ridículo.