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Un muerto, cuando ya ha tenido su duelo, cuando ya se le ha llorado todo lo que había que llorarle, no puede recuperar su lugar entre los vivos. Esto ya se encontraba en 'El coronel Chabert' de Balzac, el relato de un militar desaparecido en combate que después de mucho tiempo, cuando ya nadie lo esperaba, llamaba a la puerta de su casa. En 'Los fantasmas de Ismael' pasa lo mismo. Mathieu Amalric hace de un hombre que perdió a su mujer veinte años atrás. Un día esta mujer vuelve a su lado.
Desde su ópera prima, 'La vie des morts', el cine de Desplechin ha sido un mundo transitado por fantasmas que buscan su espacio. Estaba el marido de Emmanuelle Devos convertido en ángel lumínico en 'Reyes y reina'. Estaban las sombras chinescas de 'Un cuento de Navidad', representando el principio de una elegía tragicómica. Y aquí están los ojos de Marion Cotillard pintados en un cuadro, como el de 'Vértigo' de Hitchcock, como si nos indicaran que una tumba está a punto de abrirse.
Hay unas constantes que atraviesan la obra de Desplechin, como el imaginario de Bergman y la prosa de Joyce. Charlotte Gainsbourg nos recuerda a Liv Ullmann sentada ante una mesa llena de fotos en 'Saraband'. Y el apellido Dedalus, extraído del 'Retrato del artista adolescente', vuelve a aparecer, al igual que en casi cada película, como si todos los personajes que ha creado fueran uno solo, totémico, con las mismas neurosis indestructibles