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Entre el documental etnográfico y el cine experimental, para esta ocasión el artista visual brasileño se interna en los límites de Minas Gerais –su estado natal– para conocer a Dominguinhos, hombre septuagenario que ha permanecido los últimos 41 años habitando una cueva, rodeado de toda clase de latas oxidadas donde almacena agua, costales, trastos, una guitarra y toneladas de basura, dedicándose a poco menos que existir, como si este fuera uno de los últimos sobrevivientes del mundo.
Con una cámara en todo momento entrometida, Guimaraes va registrando una rutina convertida en ritual alquímico, con este anciano que vierte líquidos contaminados de un recipiente a otro, cocinando todo aquello que se cruza por su camino, prendiendo y apagando fogatas, mientras habla ensimismado acerca de la muerte, la naturaleza o el dinero como si sus palabras fueran epifanías.
Si bien el retrato de este personaje se empieza a tornar monótono, la película adquiere mayor interés cuando sale de la cueva y representa el posible pasado y futuro de los parajes que recorre (imágenes que uno como espectador asume son parte de los sueños del propio Dominguinhos).
Afortunadamente, para concretar su filme el realizador se desentiende de cualquier condescendencia, por lo que omite la mirada paternalista (a pesar de que el gobierno del estado lo apoya mensualmente con una módica pensión) o alguna confesión dolorosa donde lamente su condición.