Sebastián Valles es un emprendedor incansable. A los 17 años, con plata prestada por su mamá Dorita, abrió su primer boliche en Punta del Este: Bulldog. Ese gesto de confianza materna marcaría para siempre su camino gastronómico y hasta le dio nombre a su parrilla más emblemática. Después de esa experiencia inicial vinieron restaurantes de todo tipo —incluso un pelotero— hasta que en 2002 nació La Dorita, que hoy tiene dos sucursales en Buenos Aires (Humboldt 1892 y Bulnes 2593) y una en Madrid, además de su “hermana rebelde”, La Pescadorita. Entre crisis, modas y aperturas, Valles se mantuvo firme: un piloto de tormenta que supo transformar cada proyecto en una marca con identidad y en una experiencia que mezcla tradición, riesgo y pasión. Y en esta entrevista, nos cuenta cómo mantiene viva la llama de sus clásicos y por qué La Dorita sigue siendo un referente de la parrilla en Buenos Aires y más allá.

La Dorita abrió en 2002 y desde entonces viste pasar crisis, modas, aperturas y cierres. ¿Qué cosas cambiaste para seguir vigente y cuáles son esos “innegociables” que no se tocan nunca?
Yo siempre digo que para vivir en Argentina tenés que ser un piloto de tormenta. En otros países todo parece más fácil, sin turbulencias. Y volviendo a tu pregunta, sobre los innegociables para mi es la calidad: no se negocia, aunque la mercadería sea cara. Tampoco el servicio. Lo demás, lo fui aggiornando: modernizar un local de 2002, mantenerlo al día, no dejarlo caer. Pero la esencia no la cambié nunca.

Para vos la ambientación de tus locales no es un detalle, sino parte de la experiencia. En La Dorita conviven obras de Marcos López y un altar al Gauchito Gil. ¿Qué historia querés contar con ese mix y qué le suma a la experiencia del comensal?
Siempre quise que la ambientación marrcara una identidad. Entrás a una Dorita o una Pescadorita o en su momento Azul Profundo (emlbanmtico restaurante ubicado en Las Cañitas que fundó y vendió en 2001) y sabés dónde estás. No es un restaurante genérico de manteles blancos y tres copas. Busco que la decoración sea parte de mi marca, algo replicable y único.
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Tu recorrido es larguísimo: desde la noche de los boliches hasta los peloteros, del sushi de Azul Profundo a las parrillas. ¿Qué aprendizajes de esas etapas se ven hoy en cómo manejás La Dorita y La Pescadorita?
Ringo Bonavena (boxeador) decía que la experiencia es un peine que te da la vida cuando te quedás pelado. Yo no lo comparto: a mí la experiencia me sirvió cuando todavía tenía pelo. Me enseñó a no decidir en caliente, a tomar distancia y pensar. Vivir en Mar del Plata también me ayudó: vengo seguido, pero esa distancia me da otra perspectiva. Lo que antes veía como un vaso lleno, hoy desde lejos lo veo como una gota.
Vivir en Mar del Plata me da otra perspectiva que lo de pasa acá
En un contexto tan bravo para la gastronomía argentina, ¿qué significa para vos “ser justo” con el cliente?
Para mí ser justo es comprar lo mejor y venderlo a un precio sensato. La carne que uso es la misma de las grandes parrillas, los tomates son italianos, las porciones son abundantes. No me gusta subir la carta, lo odio, pero a veces no queda otra. Nunca quiero ser un lugar caro ni excluir a nadie: prefiero trabajar por volumen y sostener precios razonables.
Para mí ser justo con el cliente es comprar lo mejor y venderlo a un precio sensato
Entre pastas, carnes y postres, hay platos que son “los hits” y otros que funcionan como esas joyitas ocultas del menú. ¿Cuáles representan el espíritu de La Dorita y cuáles recomendarías para sorprenderse?
La entraña nunca falla, las milanesas de bife de chorizo son un clásico y las mollejas están tremendas. Pero las joyitas son las pastas: los ravioles de lomo con manteca de salvia sorprenden a todos, y los ñoquis con ragú de carne son de los mejores. Son platos menos pedidos, pero los que se animan quedan fascinados.

Hoy se habla mucho de los “neobodegones” y de la reinvención de lo clásico. ¿Cómo ves esa tendencia y qué diferencia a La Dorita de esa camada más nueva?
No me gusta la palabra “neobodegón”. El bodegón tiene su encanto y yo no reniego de haber empezado ahí. Pero con tanta competencia, preferí elevar el nivel: cuidar decoración, sillas, mesas, mantener todo prolijo y sobrio sin perder la esencia. Hay cosas de esa camada nueva que comparto y otras que no, pero mi norte siempre fue hacer los clásicos —milanesas, ravioles, estofados— y hacerlos lo mejor posible.
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Después de más de 20 años con La Dorita y todo lo que viniste construyendo, ¿qué representa hoy para vos este lugar? ¿Un trabajo, una pasión, un legado… o un poco de todo junto?
Ya son 35 años en este oficio y para mí La Dorita es todo: trabajo, pasión, legado, familia. Y La Pescadorita también, que es como mi niña rebelde. Después de haber cerrado Azul Profundo y de que la primera Dorita funcionara en esa esquina mágica, transformarla en La Pescadorita y que encima fuera un éxito, fue un orgullo enorme. Lograr que en el mismo lugar donde la gente confiaba en comer un buen asado y una parrilla espectacular, también se animara a probar pescados y mariscos… fue un desafío ganado. Yo siempre digo que fuimos los primeros en poner una paella distinta, al estilo español de verdad: finita, con bichos de mar de verdad, nada de arroz amarillo inflado y sin gracia. Y hoy ves mil que intentan hacer lo mismo. Para mí esto es un todo: trabajo, pasión, sacrificio y también muchísima satisfacción. Estoy las 24 horas metido en esto, incluso cuando viajo o estoy de vacaciones. Argentina es dura e ingrata a veces, pero gracias a este esfuerzo vivimos y seguimos adelante. Así que sí: es un poco de todo, “demasiado todo”, pero con gusto.