Hubo un tiempo en que ver una película requería algo más que un simple click. No existía el streaming, no había celulares y mucho menos algoritmos que sugirieran “lo que te podría gustar”. Para ver cine, había que salir a buscarlo.
Ir al videoclub era una experiencia en sí misma: una salida, un ritual, casi una cacería cinéfila. Había que caminar hasta ese local iluminado, a veces con carteles de neón, empujar la puerta y encontrarse con estanterías repletas de cajitas plásticas. Dentro estaba el tesoro: un DVD que contenía la película. Y antes, en los años 80, un VHS. Era la época de la videocasetera, de ajustar el tracking, de soñar con tener tu propio reproductor.
El ritual comenzaba haciéndote socio, te daban una tarjeta plástica con tu nombre y eso ya estaba buenísimo. Alquilar no era comprar: te llevabas la película por 24, 48 o 72 horas. Si no la devolvías a tiempo, o peor, sin rebobinar, había recargo. Era parte del juego.
Estaban los videoclubes de barrio, con pósters gastados que empapelaban las paredes, y dueños que conocían cada título; con ellos podías hablar de cine por horas. Luego llegó la gran cadena: Blockbuster, que aterrizó en Argentina en 1995 con la promesa de una experiencia más “cinematográfica”: góndolas interminables, golosinas y pochoclos para completar la noche. Era mágico recorrer sus pasillos, leer contraportadas, debatir entre una de terror o la última de Volver al Futuro, y rogar que ese título tan deseado no estuviera marcado como “alquilado”.
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No, no todo tiempo pasado fue mejor, pero sí distinto. Los cambios tecnológicos son parte de la evolución. La Generación X y parte de los millennials crecieron con ese ritual. Hoy todo está a un click: devoramos diez capítulos de una serie en dos días, viendo lo que “acaba de salir”. Vivimos en tiempos líquidos, como diría Zygmunt Bauman: “La cultura de la modernidad líquida ya no tiene un populacho que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir.”
Sin embargo, algunos videoclubes aún resisten en Buenos Aires. Lugares donde todavía podés asociarte y alquilar una película, donde uno puede cruzarse con otros cinéfilos y charlar de cine cara a cara. Y para los films que no están en ninguna plataforma, estos espacios siguen siendo guardianes de otro tiempo.
Como dato no menor: Quentin Tarantino trabajó en un videoclub antes de convertirse en director, y esa experiencia lo marcó para siempre. Años más tarde incluso compró el local en el que había trabajado. Tal vez por eso, mientras haya una puerta que se abra, estanterías que recorrer, películas por descubrir y gente curiosa dispuesta a buscarlas, el ritual del videoclub seguirá vivo.
Noir, café y películas
Desde hace más de treinta años, Marcos Rago está detrás de Noir, café y películas (antes llamado Black Jack, un videoclub en el corazón de Palermo (Soler 4437) que tiene de todo. Primero, estuvo en la calle Guatemala (y Malabia); hasta que hace poco se mudó a Soler, donde, junto a su socio decidieron reinventarse: sumó una cálida cafetería que completa la experiencia. Café y pelis, ¿qué mejor combinación?

Marcos recuerda cuando su padre compró una videocasetera en 1980: “Todo cambió”. En noviembre de 1989, junto a un amigo lanzó su videoclub, con apenas 23 años. Empezaron con VHS, luego llegaron los DVD, y más tarde el Blu-ray. Todo lo que se alquila es original, y también se puede comprar. Y si no tenés reproductor de DVD, Marcos siempre trata de ayudarte para que disfrutes esa película que tanto buscaste.
Noir encontró la manera de darle ese toque ideal manteniendo la esencia intacta: todos los viernes hay un evento especial. Puede ser la proyección de una película con música en vivo, o una cena temática de la mano de Función Privada, y hasta, quizás, tengas suerte y vivas un cierre a puro karaoke. Acá te dejamos otros karaokes que la rompen en Buenos Aires.
Marcos relata que en Noir conviven clientes de toda la vida con jóvenes curiosos. No son solo estudiantes: también chicos que llegan a alquilar una película y, de paso, se toman un café con brownie. Otros piden filmografías completas, como Brian De Palma o Woody Allen.
El videoclub también dialoga con nuevas generaciones: “Queremos hablarle a la gente joven”. Por ejemplo, el 4 de mayo, Día de Star Wars, organizaron un evento con cosplayers y actividades especiales que llenaron el lugar de fanáticos.
Asociarse es simple y gratuito: solo hay que elegir la película y llevarla. El alquiler cuesta $3.500 por una semana en DVD y $7.000 en Blu-ray. El catálogo es amplio: desde clásicos europeos hasta estrenos, pasando por cine de autor y rarezas.
Marcos recuerda los tiempos de competencia feroz: “Si te ponían un Blockbuster cerca, era complicado… por suerte yo lo tenía lejos”. Y remarca que, a diferencia del streaming, en Noir los clientes buscan algo más que entretenimiento rápido: quieren revivir el ritual.

“Muchos ya son amigos, vienen a repetir la experiencia. El streaming atrae al que le da lo mismo ver cualquier cosa: acción, comedia, lo que sea. Acá la gente viene con ganas de descubrir. Algunos me dicen que soy un algoritmo viviente: me doy cuenta enseguida qué película está buscando cada cliente.”
El dato: también allí se graba un programa: Video Rec, donde pasaron Demian Rugna, Tomás Rebord y Seba De Caro, consolidando al espacio como punto de encuentro cultural.
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Aliens
Si continúan caminando por Soler, se van a encontrar con Aliens (Soler 3555) otro videoclub histórico, que desde hace más de 30 años sigue alquilando películas. Detrás del mostrador está Yoichiro Higa, un japonés que se enamoró de Buenos Aires, aunque lo que más ama (por encima de todo) son las películas. Hablar con Yoichiro es una experiencia que emociona.

El videoclub nació de la pasión compartida por el cine con un amigo, Gabriel Gustavo Rodríguez. Eligieron un nombre inolvidable: Aliens. Incluso hay una escultura en el lugar. Entrar allí es sumergirse en un espacio vintage que despierta pura nostalgia. “El cine es una ventana al mundo”, dice Yoichiro. Para él, las películas son terapia, respiro, relax… incluso una forma de sanar. “Todo va de acuerdo a lo que uno va viviendo. En esa ventana se encuentra algo que, a veces, uno mismo no puede hallar”, explica. Uno va por una película y se termina llevando un momento que invita a reflexionar.
Sostener un videoclub hoy no es sencillo, pero sí llegan muchos coleccionistas, cinéfilos de todas partes. Yoichiro cuenta que las plataformas digitales aceleraron el cierre de varios locales. Y que la pandemia fue un golpe durísimo: “Con el covid fue muy difícil, pero pude reabrir. Fue como empezar de nuevo”.
Yoichiro vive en el mismo lugar, detrás de su local vintage. Ha visto todo y sabe de todo. La última película que lo fascinó la recomienda con el corazón: The Quiet Girl.

A veces, también se acercan jóvenes de escuelas de cine, que encuentran en Aliens no sólo un lugar donde alquilar, sino también un espacio de aprendizaje y de encuentro con un verdadero cinéfilo.

El Ciudadano
Es otro lugar mágico, cargado de historia. El Ciudadano (Junín 611) abrió sus puertas en 1991 de la mano de Gustavo Jaimovich, hoy jubilado, apasionado por el cine. Siempre aclara que en su local todo es original: garantía, profesionalismo y, sobre todo, cinefilia. Aquí no se trata solo de amor al cine, sino también de conocimiento. Gustavo siempre encuentra la película que uno necesita, incluso lo que parece “inconseguible”.
A la vieja usanza, no hay redes sociales. El Ciudadano es un mundo para describir, un refugio analógico en tiempos digitales. Su clientela está compuesta en un 99% por coleccionistas. Algunos buscan películas que ya vieron y quieren volver a ver y tener en formato físico, otros completan colecciones con títulos difíciles de conseguir. Hay de todo: clásicos de los años 50 hacia atrás y joyas imperdibles.

El público es variado: personas de más de 60 años, estudiantes de cine, fotógrafos, guionistas, curiosos… Para Gustavo, “el cine es como la comida: es difícil elegir las 10 o las 100 mejores. ¿Qué culpa tiene la 101 de no estar en la lista? Todo depende del gusto de cada uno”, dice entre risas.
Lo más lindo de El Ciudadano son las anécdotas. Una de las más entrañables la recuerda con emoción: “Una vez estaba limpiando los estantes de VHS y encontré una película llamada Esta es mi vida, de Miguel de Molina. A las pocas semanas, vino una mujer de unos 80 años y pidió justamente esa película. Le dije el precio, pero agregué: “para usted, 16 pesos, Argentinita Vélez”. No podía creer que yo supiera quién era… porque ella era la protagonista. Se emocionó hasta las lágrimas, y yo con ella.

Un instante de cine que se convierte en vida real, como si Forrest Gump hubiese dejado una de esas “mentiras blancas” que, de pronto, se vuelven verdad. Esto también es ir a un videoclub: una atmósfera única, donde se escuchan historias, se comparten recuerdos y se viven pequeñas películas basadas en hechos reales.
El dato: se llama así debido a la película El Ciudadano de Orson Welles. Se la considera una de las mejores películas de la historia del cine.
Tiempos Modernos
Hace cuatro años que no se editan más películas en Argentina, así que encontrar ciertos filmes no siempre es fácil. Pero por suerte existen lugares que mantienen vivo ese ritual.
En la zona Sur, en el corazón de Wilde, se encuentra Tiempos Modernos (San Francisco Pino 6223) uno de los videoclubes más antiguos que aún sigue firme. Este espacio se ha reinventado con los años: además de alquiler y venta de películas, ofrecen videojuegos y accesorios relacionados, adaptándose a los nuevos tiempos sin perder su esencia. Detrás del negocio hay una familia que ha logrado mantener la pasión viva; algunos socios llevan más de 35 años siendo parte de este pequeño universo cinéfilo.

Daniel, uno de los responsables, rememora los viejos tiempos con entusiasmo, y muchos clientes buscan vivir esa experiencia: recorrer los pasillos, hojear carátulas y elegir con calma lo que van a llevar. Hay clientes de toda la vida, y también nuevos; familias que iban hace décadas y que hoy regresan con sus hijos e incluso nietos. El local es amplio, invita a quedarse un rato y perderse entre películas, porque ver cine en familia todavía sucede.

El dato: ofrecen un gran servicio técnico.
Solo Cine
Solo Cine (Rodríguez Peña 402) es uno de los negocios más emblemáticos del microcentro porteño y desde hace más de 30 años mantiene viva la experiencia de recorrer estanterías repletas de películas. No está en cualquier lugar: brilla sobre la mítica avenida Corrientes, donde la historia del cine parece latir en cada rincón.
Entre turistas curiosos y cinéfilos de toda la vida, es común ver gente buscando títulos imposibles de hallar en streaming. “Lo que yo tengo no está en ninguna plataforma y eso atrae a personas de todas las edades”, cuenta su dueño, Jorge Lococo.
La magia está en recorrer sin prisa las estanterías y descubrir gemas inesperadas. “Además, es más económico que las plataformas”, agrega Jorge. Cuando murió David Lynch, por ejemplo, se acercaron decenas de personas buscando su filmografía completa.

En Solo Cine los pedidos son variados: cine ruso, europeo, japonés y clásicos americanos. Antes había más oferta de cine argentino en DVD, pero hoy resulta difícil conseguirlo, ya que en el país no se editan películas en ese formato y la mayoría va directo a plataformas. Aun así, sigue siendo muy valorado por los turistas, al igual que el cine brasileño y uruguayo. Para los amantes del séptimo arte, Solo Cine es un espacio único para coleccionar y redescubrir películas que forman parte de la historia del mundo.
¿Dónde hay un Blockbuster?
El último Blockbuster del mundo se encuentra en Bend, Oregon, Estados Unidos. Es la única tienda que queda de la cadena, que en su momento tuvo miles de locales en todo el mundo. Hoy se ha convertido en una atracción turística y un símbolo de la nostalgia por la era de los alquileres de videos.

Mientras tanto, en Buenos Aires y otras ciudades, algunos videoclubes siguen abiertos, recordándonos que la magia de elegir una película, recorrer estanterías y compartir historias aún vive.